Las brevas
Fue el alba neblinosa y cruda, buena para las brevas, y,
con las seis, nos fuimos a comerlas a la Rica.
Aún, bajo las grandes higueras centenarias, cuyos troncos
grises enlazaban en la sombra fría, como bajo una falda, sus
muslos opulentos, dormitaba la noche; y las anchas hojas — que
se pusieron Adán y Eva— atesoraban un fino tejido de perlillas de
rocío que empalidecía su blanda verdura. Desde allí dentro se veía,
entre la baja esmeralda viciosa, la aurora que rosaba, más viva
cada vez, los velos incoloros del Oriente...
Corríamos, locos, a ver quién llegaba antes a cada higuera. Rociíllo cogió conmigo la primera hoja de una, en un
sofoco de risas y palpitaciones “Toca aquí.” Y me ponía mi mano,
con la suya, en su corazón, sobre el que el pecho joven subía y
bajaba como una menuda ola prisionera. Adela apenas sabía
correr, gordinflona y chica, y se enfadaba desde lejos. Le arranqué a
Platero unas cuantas brevas maduras y se las puse sobre el
asiento de una cepa vieja, para que no se aburriera.
El tiroteo lo comenzó Adela, enfadada por su torpeza, con
risas en la boca y lágrimas en los ojos. Me estrelló una breva
en la frente. Seguimos Rociíllo y yo y, más que nunca por la
boca, comimos brevas por los ojos, por la nariz, por las mangas, por
la nuca, en un griterío agudo y sin tregua que caía, con las
brevas desapuntadas, en las viñas frescas del amanecer. Una
breva le dió a Platero, y ya fue el blanco de la locura. Como el
infeliz no podía defenderse ni contestar, yo tomé su partido; y
un diluvio blando y azul cruzó el aire puro, en todas direcciones,
como una metralla rápida.
Un doble reír, caído y cansado, expresó desde el suelo el
femenino rendimiento.
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